Lo vio venir. Observó cada uno de sus 
movimientos, su forma típica de mover los brazos al caminar, ese tic que lo “obligaba” a mover la cabeza de un lado a otro pasando el
 mentón casi pegado al pecho, sus labios 
pronunciando
 palabras en silencio y gesticulando con los músculos de la cara. No 
había dudas, era él que regresaba como lo hubo hecho tantas otras veces 
después de ausencias prolongadas. Salió corriendo a recibirlo con los 
brazos extendidos como queriendo abarcarlo todo, incluyendo su 
misteriosa interioridad. Pero él levantó vuelo y se internó en la 
arboleda del parque. Desde la rama más alta de donde pendía un nido 
nuevo, le trinaba invitándola. Ella sintió la fuerza del llamado y vio que la piel se le erizaba 
hasta sangrar y que, sus brazos aún extendidos, comenzaron a emplumarse. 
En los balcones y en las calles de la ciudad, cientos de pájaros ciegos ignoran la existencia de la libertad.
En los balcones y en las calles de la ciudad, cientos de pájaros ciegos ignoran la existencia de la libertad.

 
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